"El mundo ha creado grandes soñadores y yo he dejado que mi sueño cree su mundo. Me olvido de las palabras, pero las imágenes que forman permanecen. [...] Gozo del aroma de los fragmentos de lo cotidiano.[...] La palabra 'éxito' me recuerda siempre a una sonrisa forzada y frívola o a un negocio lucrativo engañoso. [...] Me enfrento a la lividez de la vida mezclando colores: amarillo, azul y blanco; y así consigo mi color. Nunca me sedujo la vida de ermitaño. Intento vivir la vida y no me enfrento a sus agresiones. Y casi siempre llego a la orilla deseada cuando me embarco en el momento oportuno." Mohamed Chukri
Desde 1991 siempre he viajado a Marruecos pendiente de gozar el “aroma de los fragmentos de lo cotidiano”, en palabras de Mohamed Chukri, ese escritor que abandonó de niño, con su familia, su aldea en las montañas del Rif para marchar a los suburbios de Tánger huyendo del hambre. Allí aprendió español antes que árabe o francés, porque como era tan pobre y sólo hablaba su lengua natal, un dialecto rifeño ininteligible para los chicos de Tánger, los únicos niños que se acercaban a él en el barrio de Aïn Ktewat eran gitanos de origen andaluz emigrados al norte de Marruecos. Con veinte años aprendió a leer y escribir en una escuela de Larache. Se hizo maestro para escapar de la miseria, y al fin escritor, construyendo su obra a partir de su vida, tan dura como intensa.
Cuando, en la ciudad santa de Chefchaouen (Xauen en la época del protectorado español), en las montañas del Rif, me encontré, en el patio de una casa de vecinos, con una mujer joven y guapa lavando la ropa en un barreño de zinc, refregándola sobre una tabla de lavar, el recuerdo de mi abuela Ana, andaluza, en nuestra vieja casa del barrio madrileño de La Prosperidad, acudió inevitable a mi mente. El recuerdo de sus manos peleando con la colada sobre esa tabla que ella llamaba “refregador”, medio sumergida en un barreño de zinc similar, que además servía, entre otros fines, para mi propio baño de niño en la cocina de nuestra casa.
Nunca he viajado a Marruecos, ni creo que a ningún sitio, atraído por lo exótico. Siempre busco más reconocer que descubrir (el mundo ya está sobradamente descubierto, aunque nos siga resultando tan ininteligible como el primer día, e inundado de coloristas tarjetas postales; dudo que falte alguna por hacer). Se trata de un ejercicio de reconocimiento, “reencuentro” con gentes, paisajes, lugares, pequeños objetos, con los gestos de los humildes, gestos sencillos capaces de crear un mundo; pequeños saberes que constituyen lo que somos, oficios y ritos cotidianos, mitos en trance de extinción... Todo lo que me resulta cercano, porque siento que de algún modo ya lo conocía previamente.
"Me gustaría que el lector se acercase a las páginas que siguen como si se tratase, más que de un libro, de un cuaderno de viaje, el cuaderno de un fotógrafo», escribe José Manuel Navia al comienzo de este recorrido que aúna pasión y sosiego al tiempo y que es el resultado de doce años de visitas a Marruecos. Si cada fotógrafo nos propone una mirada, un acercamiento personal a la realidad, Navia ha sedimentado en estas fotos su visión íntima de un país, huyendo tanto de la ilustración turística como de esa búsqueda exasperada de lo exótico tan frecuente en el planeta fotográfico. Es, sí, el cuaderno de viaje de un fotógrafo, que acompaña muchas de sus instantáneas con citas de autores diversos, para ofrecernos la respiración de un pueblo, de sus gentes y sus paisajes. Un periplo apasionante realizado siempre desde la proximidad, nunca desde la distancia petulante de quien mira al otro sin reconocerse en él." Juan Ignacio García Garzón (“Blanco y Negro Cultural” ABC, 20/12/03)